Secretos revelados: la historia oculta de la pirámide de Tenochtitlán al descubierto
Los arqueólogos trabajan para sacar a la luz, fragmento a fragmento, los vestigios de la capital mexica enterrada bajo la Ciudad de México.
Por: Leonardo López – 22/05/2024
Los arqueólogos que trabajamos en las ruinas de Tenochtitlán, la capital insular de los mexicas tenemos mucho en común con nuestros colegas que exploran los vestigios de la Roma de los césares, Constantinopla o Lutecia: estudian célebres asentamientos de la Antigüedad que se encuentran sepultados bajo bulliciosas megalópolis modernas. Para nosotros, la Ciudad de México, la Roma de nuestros días, Estambul o París representan barreras casi infranqueables, obstáculos en los que toda suerte de edificaciones y espesas capas de asfalto tan solo nos permiten abrir diminutas ventanas hacia el pasado.
Un
palimpsesto urbano
Los arqueólogos de Tenochtitlán, ciertamente, laboramos en escenarios poco románticos, sobre todo si nos comparamos con quienes excavan campamentos de recolectores-cazadores en los espaciosos desiertos del norte de México o con quienes exhuman palacios mayas en las densas selvas del sur de este país. En Ciudad de México, en contraste, los estudiosos del mundo prehispánico pasamos buena parte de la jornada en el interior de oscuras, húmedas y malolientes trincheras, abiertas en medio de una urbe tan bulliciosa como caótica, la cual cuenta hoy con 20 millones de habitantes y con un centro que se precia de tener la mayor concentración de monumentos históricos y artísticos del continente americano. En tales circunstancias, aprovechamos todas las oportunidades para penetrar en el subsuelo: la repavimentación de calles, la construcción de una línea del Metro, la instalación de un transformador eléctrico subterráneo, la recimentación de un viejo inmueble o la reparación de las redes de agua potable y drenaje. Se invierten en ello cuantiosos esfuerzos y considerables sumas económicas a sabiendas de que, en el mejor de los casos, registraremos en tiempo récord solo parte de un templo mexica, un canal, una vivienda o un basurero.
Pero, por más fragmentarios que estos vestigios sean, el sacar a la luz una fracción de la ciudad más famosa de Mesoamérica siempre produce una enorme satisfacción y el sentimiento de una misión más que se cumple.
Obviamente, existen ciertas ventajas cuando se excava en un medio urbano como este. Por ejemplo, se puede recurrir de forma constante e inmediata a especialistas en diversas áreas del conocimiento, bibliotecas, archivos, colecciones comparativas y laboratorios con instrumental científico que por lo general no son accesibles en el desierto de Sonora o en la selva de Campeche. Además, en el caso de la Zona Arqueológica del Templo Mayor, área protegida y por ello exenta de la vorágine constructiva que caracteriza a la ciudad moderna, es posible realizar temporadas de exploración tan prolongadas como sea necesario. Este simple factor favorece el registro detallado de la información y la buena conservación de los materiales recuperados.
Ruinas sobre
ruinas
Cada vez que se inicia una exploración arqueológica en el centro histórico de la Ciudad de México, debe tomarse en cuenta que las capas superficiales son técnicamente difíciles de penetrar dada la presencia de cimientos de concreto y rellenos de piedra surcados por redes anárquicas de agua, cableado eléctrico y fibras ópticas. Por si esto fuera poco, inmediatamente debajo de ellas se encuentra un inestable subsuelo arcilloso en el que pronto hace su aparición el manto freático, muchas veces contaminado por aguas residuales. Allí se localizan los niveles de la capital de la Nueva España, los cuales datan del período comprendido entre 1521 y 1821. Dichas capas se distinguen por la abundancia de elementos culturales que atestiguan la vida opulenta de los conquistadores europeos y de sus descendientes: pisos y muros de suntuosa: mansiones, fragmentos de porcelanas chinas y de mayólicas españolas e italianas, así como cantidades exorbitantes de botijas que servían para transportar vino, vinagre, aceite, aceitunas y otras conservas finas desde la lejana Andalucía. Estos onerosos hábitos de consumo son comprensibles en una urbe que, en unos cuantos decenios, se había erigido como el centro hispano más pujante de ultramar. La Ciudad de México era en aquel entonces un verdadero emporio económico que centralizaba las riquezas provenientes de explotaciones agrícolas, haciendas ganaderas y zonas mineras, a la vez que se beneficiaba de un intenso intercambio comercial con España y con las Filipinas, islas estas que en la práctica funcionaban como un distrito provincial novohispano. La ciudad era también la sede cultural más influyente del Nuevo Mundo, pues allí se habían establecido la primera imprenta y la segunda universidad de América.
Si se profundiza más allá de las capas coloniales, se encontrarán las ruinas de una Tenochtitlán terriblemente dañada por los enfrentamientos bélicos de 1521 y por la demolición sistemática de sus edificios emprendida tras la conquista española. Lógicamente, son raras las ocasiones en que se logra alcanzar tales niveles. Por tal motivo, es poco lo que se conoce a través de la arqueología acerca de la estructura y el funcionamiento de la antigua ciudad. Quizás la única excepción es el recinto sagrado de Tenochtitlán, emplazado en el corazón de la capital mexica. Este era un majestuoso espacio sagrado que se construyó y se remozó de manera incansable entre 1325 y 1521. Estaba separado del espacio profano por una plataforma cuadrangular de 330 x 360 metros, en cuyo interior se erigieron los más insignes edificios religiosos del Imperio azteca.
En busca del
pasado prehispánico
El inesperado descubrimiento del monolito de la diosa lunar Coyolxauhqui el 21 de febrero de 1978 desencadenó una serie de acontecimientos que transformaron el rostro de la Ciudad de México y revolucionaron nuestros conocimientos sobre la antigua civilización mexica. En esa coyuntura irrepetible, el Instituto Nacional de Antropología e Historia logró cristalizar una de las empresas arqueológicas más ambiciosas y duraderas de los últimos tiempos: el Proyecto Templo Mayor. Fundado hace cuarenta años por el profesor Eduardo Matos Moctezuma, este proyecto de investigación científica ha tenido como misión desde ese entonces el exhumar buena parte del recinto sagrado de Tenochtitlán, con el objetivo expreso de reconstruir la vida religiosa, sociopolítica y económica en la capital imperial. Hasta el día de hoy, se han llevado a cabo nueve largas temporadas de excavaciones, las tres primeras de ellas dirigidas por el propio Matos Moctezuma y las seis restantes por el autor de estas líneas. En ese período se ha explorado una superficie de 1,29 hectáreas, lo que equivale nada menos que al 10,5% de las 12,24 hectáreas que habría abarcado el recinto sagrado, y a menos del 0,1% de los 13,5 km cuadrados que habría tenido la isla a principios del siglo XVI.
Otro momento importante se vivió en 1991, cuando fue creado el Programa de Arqueología Urbana. Dicho programa se encarga de los rescates y los salvamentos en el centro de la Ciudad de México y es complementario en muchas maneras del Proyecto Templo Mayor. En el éxito de ambos equipos, uno de investigación y otro de intervención inmediata, el mayor de los secretos ha sido la continuidad. Efectivamente, generaciones sucesivas de especialistas han sumado sus esfuerzos añadiendo paulatinamente "piezas" a un gigantesco "rompecabezas arqueológico", el cual somos conscientes de que nunca se logrará completar. Entre tales "piezas" destacan el Huei Teocalli o Templo Mayor (pirámide doble dedicada al dios solar Huitzilopochtli y al dios pluvial Tláloc), la Casa de las Águilas (recinto donde se llevaban a cabo las exequias de los soberanos), los Templos Rojos (adoratorios neoteotihuacanos dedicados al dios de la música, Xochipilli), el Huei Tlachco (cancha mayor del juego de pelota), el Calmécac (escuela en donde los nobles eran formados en todos los campos del saber), el Templo de Ehécatl (el dios del viento) y el Huei Tzompantli (empalizada donde se exhibían los cráneos de los sacrificados).
Asociados a estas construcciones, hoy en ruinas, han aparecido multitud de adoratorios, esculturas, pinturas murales y ofrendas que han enriquecido el acervo patrimonial del pueblo de México. A lo largo de los años, las labores del Proyecto Templo Mayor se han traducido en la conservación, el acondicionamiento y la apertura de un sitio arqueológico que es visitado por cientos de miles de personas cada año; en la edificación del Museo del Templo Mayor, moderno recinto que en sus ocho salas exhibe los tesoros producto de las excavaciones, y en la creación de un centro de investigación que ha producido más de 1200 publicaciones de toda índole. El impacto de dichos logros ha sido de tal magnitud que la Zona Arqueológica del Templo Mayor y el resto del centro histórico fueron declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1987.
Historia y
arqueología
Antes de 1978, era relativamente escasa la información arqueológica sistematizada sobre Tenochtitlán. En comparación con la arqueología maya, la zapoteca y la teotihuacana, se contaba entonces con pocos vestigios materiales de la cultura mexica y con datos muy fragmentarios sobre las capas del subsuelo en las que estos habían sido recuperados. Obviamente, el principal obstáculo que limitaba y sigue limitando el conocimiento arqueológico de la renombrada capital prehispánica es la presencia sobre sus vetustas ruinas de edificaciones del período colonial y del período independiente. Como hemos dicho, solo en circunstancias excepcionales y en áreas muy reducidas de la moderna Ciudad de México ha sido posible sacar a la luz pequeñas porciones de la antigua Tenochtitlán.
Se
tenía, empero, una imagen muy acabada de la sociedad mexica y de la
fisonomía general de Tenochtitlán gracias a las innumerables fuentes históricas
de los siglos XVI, XVII y XVIII, esto en obvio contraste con la magra
información pictográfica y escrita disponible sobre los mayas, los zapotecos y,
sobre todo, los teotihuacanos. Por ejemplo, en lo que toca al Templo Mayor,
encontramos datos tan profusos como profundos en los códices de los artistas
locales; en los relatos de los sabios indígenas que fueron escritos en
caracteres latinos, unas veces en lengua náhuatl y otras en castellano; en
las crónicas de los conquistadores españoles, testigos presenciales de su
funcionamiento; en las narraciones de los frailes franciscanos, dominicos
y jesuitas, basadas muchas veces en la tradición autóctona, y hasta en las
publicaciones fantásticas ilustradas con grabados extravagantes que compusieron
en Europa individuos que nunca habían puesto un pie en el continente
americano.
En
ese sentido, puede decirse que ningún monumento del México antiguo llamó tanto
la atención a propios y extraños como el Templo Mayor. Como consecuencia,
contamos en la actualidad con un acervo documental único de prácticamente toda
su historia, desde el momento mismo de su fundación, pasando por sus continuas
ampliaciones y modificaciones arquitectónicas, hasta su destrucción y cabal desmantelamiento. Allí
nos enteramos igualmente de la configuración de la pirámide y de la fisonomía
de las dos capillas que la coronaban; del número de escalones existentes entre
la base y la cúspide; de los elementos estructurales y decorativos del
edificio; de sus imágenes de culto y su mobiliario ritual, y de las muy
variadas ceremonias religiosas o políticas, calendarizadas o excepcionales,
públicas o privadas que albergaba.
Si bien es cierto que el descubrimiento arqueológico del Templo Mayor se remonta a 1914 y se debe al antropólogo mexicano Manuel Gamio, no fue hasta el período comprendido entre 1978 y 1982 cuando Matos Moctezuma y su equipo liberaron completamente la pirámide de los escombros que la habían cubierto durante siglos. Desde entonces y por medio de la virtuosa combinación de los testimonios históricos y arqueológicos, sabemos que, a la llegada de los españoles, este edificio medía en su base 78 metros en sentido norte-sur y 83,6 metros en dirección este-oeste, en tanto que alcanzaba los 45 metros de altura. Nos enteramos también de que el conjunto arquitectónico estaba conformado por una plataforma cuadrangular sobre la que se levantaba una pirámide de cuatro cuerpos escalonados, los cuales servían de base a las capillas de Huitzilopochtli y Tláloc. En ese sentido, el Templo Mayor era la síntesis de las oposiciones y complementos del universo: temporada de sequías/temporada de lluvias, solsticio de verano/solsticio de invierno, cielo/tierra, día/ noche, astralidad/vegetación, fuego/agua, calor/ frío, ocre/azul, etcétera.
El
crecimiento del edificio
A la luz de los vestigios exhumados por el Proyecto Templo Mayor, resulta evidente que la pirámide principal de Tenochtitlán estuvo sujeta a una renovación constante desde su erección en el siglo XIV hasta su destrucción en el XVI. Así lo demuestra el hallazgo arqueológico de al menos siete ampliaciones totales, es decir, por sus cuatro fachadas (etapas I-VII); seis ampliaciones parciales, o sea, solamente de la fachada principal o la fachada septentrional (etapas IIa, IIb, IIc, IIIa, IVa y IVb); un remozamiento integral de la escalinata de la plataforma (etapa VI); varias renivelaciones de la cara superior de algunos cuerpos piramidales, y numerosas refecciones menores de las caras laterales.
Fueron variadas las motivaciones de esta desmesurada euforia constructiva que se registró en el relativamente corto período de 150 años. Entre ellas se encuentran algunos fenómenos naturales como terremotos, inundaciones y hundimientos del terreno de los cuales era víctima la pirámide por estar asentada en un suelo lacustre compuesto por arcillas compresibles. Sin embargo, la mayoría de las ampliaciones registradas en las fuentes históricas parecen ser el resultado directo de una política expansionista que comenzó cuando Moctezuma I ascendió al poder en 1440 y que concluyó con la muerte de Moctezuma II en 1520. Una lectura cuidadosa de la obra del cronista indígena Hernando Alvarado Tezozómoc descubrirá una relación trascendental: cada agrandamiento era inaugurado con la sangre de guerreros originarios de un señorío sometido ex profeso para la celebración. Así, el flamante edificio simbolizaba, celebraba y santificaba la inclusión de nuevos tributarios dentro de la esfera de dominio mexica. En circunstancias excepcionales en las que las huestes de la Triple Alianza no podían someter a un pueblo independiente, como sucedió en la expedición infructuosa del rey Axayácatl a tierras tarascas, se aplazaba el estreno hasta lograr una conquista. En otros términos, el Templo Mayor crecía al mismo ritmo que aumentaba el tamaño del Imperio. Lo anterior nos hace comprender por qué creció 13 veces en tan breve tiempo.
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