Los gigantes del Pacífico

“Moai viajero”, prestado a Japón en agradecimiento a su ayuda al restaurar las estatuas.

Crónica de un viaje a la remota tierra donde una civilización casi desconocida talló y puso de pie, para luego derribarlos, los célebres moais. Una gira por los sitios arqueológicos que evoca el mito del hombre pájaro y las preguntas aún sin respuesta planteadas por el hallazgo de estas estatuas colosales.

Por Graciela Cutuli
Fotos de Graciela Cutuli

Además de ser un misterio para los arqueólogos -e incluso para los propios descendientes de la cultura que los talló, en general más portadores de dudas que de convicciones sobre los motivos de sus antepasados para erigir estas gigantescas figuras de piedra- los moais de la Isla de Pascua son casi un icono de la cultura popular. Hasta aparecen bailando en videojuegos, fueron objeto literario para la pluma del maestro Fontanarrosa, se les prestan diálogos imposibles en historietas y hace pocos meses se viralizaron en las redes sociales las imágenes que supuestamente mostraban –por fin- el secreto de sus cuerpos enterrados. Nadie pareció reparar en que no era ningún descubrimiento: algunas de las fotos de esas reveladoras excavaciones tienen décadas. Pero los moais siguen fascinando. En la era de Wikipedia y la inteligencia artificial, parecen retrotraer al viajero a lo más primitivo de una cultura arrasada: la adoración de los dioses; los enigmas de una construcción prácticamente imposible; los lazos entre civilizaciones lejanas que confluyeron un día, sin que se sepa bien cómo, en este remoto territorio del Pacífico. Porque incluso en pleno auge de las comunicaciones, Internet y los viajes relámpago, llegar a la Isla de Pascua sigue teniendo algo de aventura, de sueño concretado. Es lo que llevan impreso en el rostro los viajeros que abordan en Santiago de Chile el vuelo de Latam que desemboca en Hanga Roa (y sigue luego rumbo a Tahiti): es la única forma de llegar, salvo que uno sea uno de los escasos pasajeros de algún chárter de lujo que desembarca de vez en cuando en el aeropuerto de Mata Veri. Y los mapas no engañan, realmente no es tan cerca: la flechita roja que marca el trazado del vuelo en la pantalla del avión parece viajar desde Santiago hacia la nada, hasta que –casi cinco horas después del despegue– se posa por fin en esta islita de 163 kilómetros cuadrados donde sólo viven unas 5000 personas. Un puñado de habitantes que están en el territorio más aislado del mundo: la Isla de Pascua está a más de 2000 kilómetros de las islas Pitcairn, el hogar de apenas unas 50 personas, y a 3.500 kilómetros de la costa chilena, su punto continental más próximo. Ni siquiera Tristan da Cunha o la Isla de Ascensión, en medio del Atlántico, pueden batir ese récord.

COLLAR DE FLORES
Rapa Nui, el otro nombre de la isla, pertenece a Chile desde 1888. No sin polémica, no sin vaivenes inevitablemente nacidos de la necesidad de preservar una cultura a la que le cuesta contar su propio pasado. Pero geográficamente, culturalmente, quien pone aquí un pie está pisando la Polinesia, tal como simboliza el collar de flores que recibe –apenas desembarcado– cada viajero. Y si aún no se había dado cuenta, no tardará en descubrirlo en los rasgos de sus nativos, o al intentar comprender la lengua pascuense, indescifrable para el profano, con que se comunican entre sí.

Pero primero, los papeles: apenas se desembarca hay que comprar el pase de entrada al Parque Nacional que por 60 dólares permite ingresar en los sitios arqueológicos de la isla. Es preciso llevarlo consigo en todos los recorridos y permite el libre acceso a todos los ahus –o altares– donde se levantan los moais, así como a los dos lugares clave de la cultura rapa nui: la “cantera” de Rano Raraku, y el área de Orongo, escenario del mito del hombre pájaro (el “pasaporte” al Parque Nacional se sella en la entrada a cada área, y en el caso de estos dos últimos sólo se permite el acceso una vez durante la estadía).

Nuestro primer destino es el hotel Explora. El nombre lo dice todo: un lugar pensado para quienes conciben el viaje como una expedición, una aventura organizada hasta en sus más pequeños detalles para que el hotel funcione como una base desde donde explorar la isla, en caminatas encabezadas por guías expertos. Por fuera y por dentro, ofrece un lujo impecablemente medido. Situado frente al mar, a ocho kilómetros de Hanga Roa, es una burbuja de soledad donde los amaneceres son espectaculares y las noches una lluvia de estrellas. No hay contaminación lumínica a la vista: sólo la Vía Láctea se extiende sobre nuestras cabezas. Es nuestro Iorana, bienvenida en la lengua pascuense. Al día siguiente, está todo listo para empezar a descubrir el reino de los moais.

Rapa Nui tiene varios “ahus”, los altares donde se levantan las figuras de piedra. Sólo algunos volvieron a ponerse de pie, después de las excavaciones y estudios realizados por arqueólogos como Thor Heyerdahl y William Mulloy: antes de ellos, la inglesa Katherine Routledge había sido la primera en interesarse en profundidad en la isla, adonde viajó por primera vez en 1914. Sus entrevistas con nativos, su catálogo de ahus y de moais y su registro de las leyendas orales –incluyendo el mito del hombre pájaro- fueron recogidos en 1919 en un libro clásico, El misterio de la Isla de Pascua. Pero por entonces, todas las estatuas estaban todavía tumbadas. El primer moai en ser puesto nuevamente de pie es el que hoy se puede ver, un poco apartado de los demás, en la playa de Anakena, una de las dos (y la más tropical) de la isla junto con la agreste y bella Ovahe, Fue obra de Thor Heyerdahl, hace exactamente 60 años: el explorador noruego, que ya era famoso por las expediciones de la Kon Tiki, postuló la teoría según la cual la isla fue colonizada primero por un pueblo “de orejas largas”, procedente de América del Sur, en tanto otro pueblo, el de “orejas cortas”, llegó de la Polniesia mucho más tarde. Con el tiempo, pruebas de ADN probarían una vinculación entre pueblos sudamericanos y los pascuenses, pero el debate está lejos de haberse cerrado: el origen de la población rapa nui sigue siendo un enigma.

El ahu de Tongariki, de espaldas al Pacífico, visto desde la “cantera de moais” de Rano Raraku.

LOS COMIENZOS
Gonzalo Nahóe es nativo de la isla y guía del Explora. Como la primera jornada nos recibe con un chaparrón, propone un buen punto de partida: el pequeño museo local que nos dará un panorama general de la Isla de Pascua, sus pobladores, el mito del hombre pájaro y los moais. Sin duda este lugar, junto con la “cantera” de Rano Raraku, son los mejores para iniciar un recorrido que permita armar el rompecabezas que proponen las estatuas de piedra, sus altares y sus no menos misteriosos constructores. Paso a paso, aquí se explican las teorías sobre cómo pudieron haber sido tallados y trasladados los mudos gigantes de Rapa Nui. Y aquí se encuentra también el único ojo original de un moai que pudo recuperarse: porque las estatuas, hoy en muchos casos con las órbitas vacías, una vez que eran puestas de pie recibían como consagración final esos ojos realizados en placas de coral.

Precisamente por eso, por la profundidad de las cavidades, pueden saber los arqueólogos si alguna vez un moai tumbado estuvo en pie, o si nunca llegó a ser erigido en un altar. Sólo uno, que se encuentra algo apartado en el ahu de Tahai, a pasos del pequeño puerto y del centro de Hanga Roa, tiene hoy esa mirada restaurada. Y si al principio desechamos la idea como mera fantasía, lo cierto es que al final del día Gonzalo nos parecerá tener, cada vez más, una auténtica mirada de moai destacada en su ancho rostro polinesio.

A la hora de armar el itinerario por la isla, junto con el museo el mejor lugar para visitar primero es Rano Raraku: porque esta zona –que es un cráter volcánico de relieve claramente visible, con una laguna en el interior– era la “cantera” de los moais. En la ladera exterior se hallaron numerosas esculturas inconclusas, algunas de tamaños imponentes, entre ellas una de 21 metros de altura que ni siquiera terminó de ser desprendida de la roca madre. Un sendero cuidadosamente señalizado permite caminar entre los moais: algunos recostados, otros ladeados, otros de pie. Parecen surgir de la tierra misma, a medio hacer, como si los hombres que los tallaban hubieran sido sorprendidos por un evento extraordinario que les hizo abandonar todo de un momento a otro: una suerte de Pompeya del Pacífico, en la ladera de otro lejano volcán…

Desde Rano Raraku se puede ver una de las plataformas ceremoniales más impactantes de la Isla de Pascua: Tongariki, una sucesión de 15 moais levantados como es habitual de espaldas al mar. El ahu tiene 220 metros de largo y las estatuas son diferentes alturas y contexturas; probablemente porque buscaban de algún modo asemejarse a los ancestros que las inspiraban. ¿Sí o no? No está tan claro. Rapa Nui no es precisamente tierra de precisiones. El mayor de los moais, de 14 metros de altura, lleva su pukao o tocado de escoria roja sobre la cabeza. Como los demás, sobrevivió al violento terremoto y tsunami de 1960, que arrastró los moais tierra adentro: sólo en los años 90 fueron restaurados y puestos de pie, gracias a la ayuda de una poderosa grúa japonesa. En reconocimiento a la ayuda nipona, uno de los gigantes –ahora ubicado en la entrada del sitio y conocido como “el moai viajero”– fue prestado a Japón, donde se expuso en Osaka y Tokio.

Quiere la tradición turística que Tongariki sea el lugar ideal para ver el amanecer en la isla, con el sol levantándose detrás de las figuras de piedra. Es una experiencia imperdible. Hay que salir temprano (amanece muy tarde, en torno a las 8.30/9.00 de la mañana, por cierta sujeción al horario continental) para llegar cuando aún es de noche: tiene una magia especial moverse sólo con linternas para apostarse frente a la hilera de moais y esperar el ritual, junto con gente llegada de todo el mundo para rendir una suerte de silencioso homenaje a las misteriosas figuras de la isla.

Puesta de sol en Tahai, uno de los sitios arqueológicos a los que se llega con facilidad a pie desde Hanga Roa.

ATARDECER
Si en Tongariki el rito es el amanecer, el atardecer hay que vivirlo en Tahai. El momento llega cuando ya nos encontramos alojados en otro hotel de la isla, el Hanga Roa, situado casi en el centro de la pequeña capital: resulta ideal para ir y volver a pie de esta plataforma situada muy cerca del cementerio (cuyas tumbas están curiosamente iluminadas por las noches con titilantes luces de led), donde los visitantes vuelven a reunirse cada tarde para ver cómo el sol se hunde en el mar, detrás de los moais. Este ahu fue restaurado en 1974 por William Mulloy, que fue enterrado aquí mismo, y comprende en realidad tres sectores: Ko Te Riku (el moai de los ojos restaurados), Tahai y Vai Ure. Desde aquí es fácil caminar hacia la zona del puerto y sobre todo subir hacia el centro de la ciudad, apenas unas cuadras donde se suceden los negocios de souvenirs, pequeños supermercados y restaurantes que ofrecen shows de danzas polinesias.

Los moais son muchos más. Como los de Anakena, donde según el mito desembarcó el primer rey de la civilización rapa nui, y sin duda uno de los sitios de la isla que es imperdible visitar. O los de Akivi, una plataforma más pequeña que tiene la particularidad de estar algo más alejada del mar. O los muchos que se divisan, aquí y allá, aún tumbados en zonas despobladas: son, como los que han sido puestos de pie, objeto de una discusión sin acuerdo posible entre quienes creen que deberían ser restaurados y quienes, convencidos de que los ancestros tuvieron sus razones para derribarlos, es preciso respetar su voluntad y dejarlos como están.

Y aunque no haya moais, el imán que más atrae a los visitantes, para completar la visita es fundamental conocer la aldea ceremonial de Orongo, donde las casas tenían la tradicional forma de bote con que se construía en Rapa Nui y donde, cada primavera, se reunían los jóvenes más aguerridos para bajar por el empinado acantilado y nadar hacia los islotes situados frente a la costa en busca de un huevo de manutara. Aquel que lo encontrara primero lo llevaría a su jefe, convertido por un año en nuevo rey de la isla. Misterioso rito vinculado con el hombre pájaro, la fertilidad, la llegada de las aves migratorias y la primavera, hoy es una huella más de la civilización que pobló la isla de mitos y misterios.

Fonte: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/turismo/9-3380-2016-06-21.html (19/06/2016)

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